La divina cruz me tiene escondido
y me prohíbe hablar. No me es posible, y tampoco lo deseo dirigiros la palabra
a fin de manifestaros los sentimientos de mi corazón sobre la excelencia de la
cruz y las prácticas de vuestra unión en la cruz adorable de Jesucristo.
No obstante, hoy, último día de
mi retiro, salgo, por así decirlo, del encanto de mi interior para estampar en
este papel algunos dardos de la cruz a fin de traspasar con ellos vuestros
corazones. ¡Ojalá que para afilarlos sólo hiciera falta la sangre de mis venas
en vez de la tinta de mi pluma! Pero, ¡ay!, aun cuando fuera necesaria, es
demasiado criminal. ¡Sea, por tanto, el Espíritu de Dios vivo como la vida,
fuerza y contenido de esta carta! ¡Sea su unción como la tinta! ¡Sea la adorable
cruz mi pluma, y vuestro corazón, el papel!
Los Amigos de la Cruz
Estáis unidos vigorosamente, Amigos de la Cruz, como otros tantos soldados del Crucificado, para combatir el mundo. No huís de Él, como los religiosos y religiosas, por miedo a ser vencidos, sino que avanzáis como intrépidos y valerosos guerreros en el campo de batalla, sin retroceder un solo paso ni huir cobardemente. ¡Animo! ¡Luchad con valentía!
Uníos fuertemente; la unión de
los espíritus y de los corazones es mucho más fuerte y terrible al mundo y al
infierno de lo que lo serían los ejércitos de un reino bien unido para los
enemigos del Estado. Los demonios se unen para perderos: uníos para
derribarlos. Los avaros se unen para negociar y acaparar oro y plata: unid
vuestros esfuerzos para conquistar los tesoros de la eternidad contenidos en la
cruz. Los libertinos se unen para divertirse: uníos para sufrir.
Grandeza del nombre de Amigos de
la Cruz
Os llamáis Amigos de la Cruz.
¡Qué nombre tan glorioso! Os confieso que me encanta y deslumbra. Es más
brillante que el sol, más alto que los cielos, más glorioso y magnífico que los
mayores títulos de reyes y emperadores. Es el nombre excelso de Jesucristo,
Dios y hombre verdadero. Es el nombre sin equívoco de un cristiano.
Pero si su brillo me encanta, no
es menos cierto que su peso me espanta. ¡Cuántas obligaciones ineludibles y
difíciles encierra este nombre! El Espíritu Santo las expresa con estas
palabras: Linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido
por Dios (1 Pe. 2, 9).
Un Amigo de la Cruz es un hombre
escogido por Dios, entre diez mil personas que viven según los sentidos y la
sola razón, para ser un hombre totalmente divino, que supere la razón y se
oponga a los sentidos con una vida y una luz de pura fe y un amor vehemente a
la cruz.
Un Amigo de la Cruz es un rey
todopoderoso, un héroe que triunfa del demonio, del mundo y de la carne en sus
tres concupiscencias. Al amar las humillaciones, arrolla el orgullo de Satanás.
Al amar la pobreza, triunfa de la avaricia del mundo. Al amar el dolor,
mortifica, la sensualidad de la carne.
Un Amigo de la Cruz es un hombre
santo y apartado de todo lo visible. Su corazón se eleva por encima de todo lo
caduco y perecedero. Su conversación está en los cielos. Pasa por esta tierra
como extranjero y peregrino, sin apegarse a ella; la mira de reojo, con
indiferencia, y la huella con desprecio.
Un Amigo de la Cruz es una
conquista señalada de Jesucristo, crucificado en el Calvario en unión con su Santísima
Madre. Es un “Benoni” o Benjamín, nacido de su costado traspasado y teñido con
su sangre. A causa de su origen sangriento, no respira sino cruz, sangre y
muerte al mundo, a la carne y al pecado, a fin de vivir en la tierra oculto en
Dios con Jesucristo.
Por fin, un Amigo de la Cruz es
un verdadero porta Cristo, o mejor, es otro Cristo, que puede decir con toda
verdad: Ya no vivo yo, vive en mí Cristo (Gál. 2, 20).
Queridos Amigos de la Cruz,
¿Obráis en conformidad con lo que significa vuestro grandioso nombre? ¿Tenéis,
por lo menos, verdadero deseo y voluntad sincera de obrar así, con la gracia de
Dios, a la sombra de la cruz del Calvario y de Nuestra Señora de los Dolores?
¿Utilizáis los medios necesarios para conseguirlo? ¿Habéis entrado en el
verdadero camino de la vida, que es el sendero estrecho y espinoso del
Calvario? ¿No camináis, sin daros cuenta, por el sendero ancho del mundo, que
conduce a la perdición? ¿Sabéis que existe un camino que al hombre le parece
recto y seguro, pero lleva a la muerte?
¿Sabéis distinguir con certeza
entre la voz de Dios y su gracia y la del mundo y de la naturaleza? ¿Percibís
con claridad la voz de Dios, nuestro Padre bondadoso, quien –después de
maldecir por tres veces a todos los que siguen las concupiscencias del mundo:
¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra! (Ap. 8, 13)– os grita con amor,
tendiéndonos los brazos: Apartaos, pueblo mío escogido, queridos amigos de la
cruz de mi Hijo; apartaos de los mundanos, a quienes maldice mi Majestad,
excomulga mi Hijo y condena mi Espíritu Santo. ¡Cuidado con sentaros en su
cátedra pestilente! ¡No acudáis a sus reuniones! ¡No os detengáis en sus
caminos! ¡Huid de la populosa e infame Babilonia! ¡Escuchad tan sólo la voz de
mi Hijo predilecto y seguid sus huellas! Yo os lo dí para que sea Camino,
Verdad, Vida y modelo vuestro: Escuchadle.
¿Escucháis la voz del amable
Jesús? Él, cargado con la cruz, os grita: Veníos conmigo. El que me sigue no
andará en tinieblas. ¡Ánimo, que yo he vencido al mundo! (Jn. 8, 12; 16, 33).
Los dos bandos
Queridos hermanos, ahí tenéis los
dos bandos con los que a diario nos encontramos: el de Jesucristo y el del
mundo.
A la derecha, el de nuestro
amable Salvador. Sube por un camino estrecho y angosto como nunca a causa de la
corrupción del mundo. El buen Maestro va delante, descalzo, la cabeza coronada
de espinas, el cuerpo ensangrentado y cargado con una pesada cruz. Sólo le
sigue un puñado de personas –si bien las más valientes–, ya que su voz es tan
delicada que no se la puede oír en medio del tumulto del mundo o porque se
carece del valor necesario para seguirlo en la pobreza, los dolores y
humillaciones y demás cruces que es preciso llevar para servir al Señor todos
los días.
A la izquierda, el bando del
mundo o del demonio. Es el más nutrido, el más espléndido y brillante –al
menos, en apariencia. Lo más selecto del mundo corre hacia él. Se apretujan,
aunque los caminos son anchos y más espaciosos que nunca, a causa de las
multitudes que, igual que torrentes, transitan por ellos.
Están sembrados de
flores, bordados de placeres y diversiones, cubiertos de oro y plata.
A la derecha, el pequeño rebaño
que sigue a Cristo habla sólo de lágrimas, penitencias, oraciones y menosprecio
del mundo. Se oyen continuamente estas palabras, entrecortadas por sollozos:
“Sufrimientos, lágrimas, ayunos, oraciones, olvidos, humillaciones, pobreza,
mortificaciones. Pues el que no tiene el espíritu de Cristo, que es espíritu de
cruz, no es de Cristo. Los que son del Mesías han crucificado sus bajos
instintos con sus pasiones y deseos. (Gál. 15, 24).
O somos imagen visible de
Jesucristo o nos condenamos. ¡Ánimo!, gritan. ¡Ánimo! Si Dios está con
nosotros, en nosotros y delante de nosotros, ¿Quién estará contra nosotros? El
que está en nosotros es más fuerte que el que está en el mundo. Un criado no es
más que su amo. Una momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno
de gloria. El número de los elegidos es menor de lo que se piensa. Sólo los
esforzados y violentos arrebatan el cielo. Tampoco un atleta recibe el premio
si no compite conforme al reglamento (2 Tim. 2, 5), conforme al Evangelio y no
según la moda. ¡Luchemos, pues, con valor! ¡Corramos de prisa para alcanzar la
meta y ganar la corona!”. Son algunas de las expresiones con las cuales se
animan unos a otros los Amigos de la Cruz.
Los mundanos, al contrario, para
incitarse a perseverar en su malicia sin escrúpulos, gritan todos los días:
“¡Vivir! ¡Vivir! ¡Paz! ¡Paz! ¡Alegría! ¡Comamos, bebamos, cantemos, bailemos,
juguemos! Dios es bueno y no nos creó para condenarnos. Dios no prohíbe las
diversiones. No nos condenaremos por eso. ¡Fuera escrúpulos! No moriréis...”
(Gén. 3, 4).
Acordaos, queridos Cófrades, de
que el buen Jesús os está mirando y os dice a cada uno en particular: “Casi
todos me abandonan en el camino real de la cruz. Los idólatras, enceguecidos,
se burlan de mi cruz como si fuera una locura; los judíos, en su obstinación,
se escandalizan de ella como si fuera un objeto de horror; los herejes la
destrozan y derriban como cosa despreciable. Pero, esto lo digo con los ojos
arrasados en lágrimas y el corazón traspasado de dolor mis hijos, criados a mis
pechos e instruidos en mi escuela, mis propios miembros, vivificados por mi
Espíritu, me han abandonado y despreciado, haciéndose enemigos de mi cruz.
¿También vosotros queréis marcharos? (Jn. 6, 67). ¿También vosotros queréis
abandonarme, huyendo de mi cruz, igual que los mundanos, que en esto son otros
tantos anticristos? ¿Queréis, para conformaros a este siglo, despreciar la
pobreza de mi cruz para correr tras las riquezas; esquivar los dolores de mi
cruz para buscar los placeres; odiar las humillaciones de mi cruz para codiciar
los honores?
Tengo aparentemente muchos amigos
que aseguran amarme, pero en el fondo me aborrecen, porque no aman mi cruz.
Tengo muchos amigos de mi mesa y muy pocos de mi cruz”.
Ante llamada tan amorosa de
Jesús, superémonos a nosotros mismos. No nos dejemos arrastrar por nuestros
sentidos –como Eva–. Miremos solamente al autor y consumador de nuestra fe.
Jesucristo crucificado. Huyamos de la corrupción que por la concupiscencia
existe en el mundo corrompido. Amemos a Jesucristo como se merece, es decir,
llevando la cruz en su seguimiento. Meditemos detenidamente estas admirables
palabras de nuestro amable Maestro, pues encierran toda la perfección
cristiana: El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue
con su cruz y me siga (Mt. 16, 24; Lc. 9, 23).
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