Prácticas de la perfección
cristiana
En efecto, toda la perfección
cristiana consiste:
1. En querer ser santo: El que
quiera venirse conmigo.
2. En abnegarse: que reniegue de
sí mismo.
3. En padecer: que cargue con su
cruz.
4. En obrar: y me siga.
1. “El que quiera venirse
conmigo”
El que quiera. Y no los que
quieran, para indicar el reducido número de los elegidos que quieren
conformarse a Jesucristo llevando la cruz. Es tan limitado, tan limitado este
número, que, si lo conociéramos, quedaríamos pasmados de dolor.
Es tan reducido, que apenas si
hay uno por cada diez mil, como fue revelado a varios santos, entre ellos a San
Simón Estilita, según refiere el santo abad Nilo después de San Efrén, San
Basilio y otros más–. Es tan reducido, que, si Dios quisiera agruparlos,
tendría que gritarles, como en otro tiempo, por boca de un profeta: Congregaos
uno a uno; uno de esta provincia, otro de aquel país.
El que quiera. El que tenga
voluntad sincera, voluntad firme y resuelta. Y esto no por instinto natural,
rutina, egoísmo, interés o respeto humano, sino por la gracia triunfante del
Espíritu Santo, que no se comunica a todos: No a todos ha sido dado conocer el
misterio.
El conocimiento, práctica del
misterio de la cruz se comunica a muy pocos. Para que alguien suba al Calvario
y se deje crucificar con Jesucristo, en medio de los suyos, es necesario que
sea un valiente, un héroe, un decidido, un amigo de Dios; que haga trizas al
mundo y al infierno, a su cuerpo y a su propia voluntad; un hombre resuelto a
sacrificarlo todo, emprenderlo y padecerlo todo por Jesucristo.
Sabed, queridos Amigos de la
Cruz, que aquellos de entre vosotros que no tienen tal determinación andan sólo
con un pie, vuelan sólo con un ala y no son dignos de estar entre vosotros,
pues no merecen llamarse Amigos de la Cruz, a la que hay que amar, como
Jesucristo, con corazón generoso y de buena gana. Una voluntad a medias, lo
mismo que una oveja sarnosa basta para contagiar todo el rebaño. Si una de
éstas hubiera entrado en el redil por la falsa puerta de lo mundano, echadla
fuera en nombre de Jesucristo, como al lobo de entre las ovejas.
El que quiera venirse conmigo,
que me humillé y anonadé tanto que parezco más gusano que hombre: Yo soy un
gusano, no un hombre (Sal. 22, 7); conmigo, que vine al mundo solamente para
abrazar la cruz: Aquí estoy; para enarbolarla en medio de mi corazón, en las
entrañas; para amarla desde mi juventud: la quise desde muchacho; para suspirar
por ella toda mi vida: ¡Qué más quiero!; para llevarla con alegría, prefiriéndola
a todos los goces y delicias del cielo y de la tierra: En vez del gozo que se
le ofrecía, soportó la cruz (Heb. 12, 2); conmigo, finalmente, que no encontré
el gozo colmado sino cuando pude morir en sus brazos divinos.
2. “Que reniegue de sí mismo”
El que quiera, pues, venirse
conmigo, anonadado y crucificado en esta forma, debe, a imitación mía,
gloriarse sólo en la pobreza, las humillaciones y padecimientos de mi cruz: que
reniegue de sí mismo.
¡Lejos de la compañía de los
Amigos de la Cruz los que sufren orgullosamente, los sabios según el siglo, los
grandes genios y espíritus agudos, henchidos y engreídos de sus propias luces y
talentos! ¡Lejos de aquí los grandes charlatanes, que aman mucho el ruido, sin
otro fruto que la vanidad! ¡Lejos de aquí los devotos orgullosos, que hacen
resonar en todas partes el “en cuanto a mí” del orgulloso Lucifer: no soy como
los demás: que no pueden soportar que los censuren, sin excusarse; que los
ataquen, sin defenderse; que los humillen sin ensalzarse!
¡Mucho cuidado! No admitáis en
vuestras filas a esas personas delicadas y sensuales que rehuyen la menor
molestia, que gritan y se quedan ante el más leve dolor, que jamás han
experimentado los instrumentos de penitencia: cadenilla, cilicio, disciplina,
etc., y que mezclan a sus devociones, según la moda, la más solapada y refinada
sensualidad y falta de mortificación.
3. “Que cargue con su cruz”
Que cargue con su cruz. ¡La suya
propia! Que ese tal, ese hombre, esa mujer excepcional que toda la tierra no
alcanzaría a pagar, cargue con alegría, abrace con entusiasmo y lleve con
valentía sobre sus hombros la propia cruz y no la de otro: la cruz, que mi
Sabiduría le fabricó con número, peso y medida; la cruz, cuyas dimensiones:
espesor, longitud, anchura y profundidad, tracé con mi propia mano con
extraordinaria perfección; la cruz que le he fabricado con un trozo de la que
llevé al Calvario, como fruto del amor infinito que le tengo; la cruz, que es
el mayor regalo que puedo hacer a mis elegidos en este mundo; la cruz,
constituida, en cuanto a su espesor, por la pérdida de bienes, las
humillaciones, menosprecios, dolores, enfermedades y penalidades espirituales
que, por permisión mía, le sobrevendrán día a día hasta la muerte; la cruz,
constituida, en cuanto a su longitud, por una serie de meses o días en que se
verá abrumado de calamidades, postrado en el lecho, reducido a mendicidad,
víctima de tentaciones, sequedades, abandonos y otras congojas espirituales; la
cruz, constituida, en cuanto a su anchura, por las circunstancias más duras y
amargas de parte de sus amigos, servidores o familiares; la cruz, constituida,
por último, en cuanto a su profundidad, por las aflicciones más ocultas con que
le atormentaré, sin que pueda hallar consuelo en las criaturas. Éstas, por
orden mía, le volverán las espaldas y se unirán a Mí para hacerle sufrir.
Que la cargue: que no
la arrastre, ni la rechace, ni la recorte, ni la oculte. En otras palabras, que
la lleve con la mano en alto, sin impaciencia ni repugnancia, sin quejas ni
críticas voluntarias, sin medias tintas ni componendas, sin rubor ni respeto
humano.
Que la cargue. Que la lleve
estampada en la frente, diciendo como San Pablo: Lo que es a mí, Dios me libre
de gloriarme más que de la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gal. 6, 14), mi
Maestro.
Que la lleve a cuestas, a ejemplo
de Jesucristo, para que la cruz sea el arma de sus conquistas y el cetro de su
imperio.
Por último, que la plante en su
corazón por el amor, para transformarla en zarza ardiente, que día y noche se
abrase en el puro amor de Dios, sin que llegue a consumirse.
Que cargue con la cruz,
puesto que nada hay tan necesario, tan útil, tan dulce ni tan glorioso como
padecer algo por Jesucristo.
En realidad, queridos Amigos de
la Cruz, todos sois pecadores. No hay nadie entre vosotros que no merezca el infierno,
Y yo más que ninguno. Nuestros pecados tienen que ser castigados en este mundo
o en el otro. Si no lo son en éste, lo serán en el otro.
Si Dios los castiga en este
mundo, de acuerdo con nosotros, el castigo será amoroso. En efecto, nos
castigará su misericordia, que reina en este mundo, y no su rigurosa justicia;
será un castigo ligero y pasajero, acompañado de dulzura y méritos y seguido de
recompensas en el tiempo y en la eternidad.
Pero, si el castigo que merecen
los pecados cometidos queda reservado para el otro mundo, la justicia
inexorable de Dios, que todo lo lleva a sangre y fuego, ejecutará la condena...
Queridos hermanos y hermanas: ¿Pensamos
en esto cuando padecemos alguna pena en este mundo? ¡Qué suerte la que tenemos!
Pues, al llevar esta cruz con paciencia, cambiamos una pena eterna e
infructuosa por una pena pasajera y meritoria.
¡Cuántas deudas nos quedan por
pagar! ¡Cuántos pecados cometidos! Para expiar por ellos, aún después de una
amarga contrición y una confesión sincera, tendremos que padecer en el purgatorio
por habernos conformado con unas penitencias bien ligeras durante esta vida.
¡Ah! Cancelemos, pues, amistosamente nuestras deudas en esta vida llevando bien
nuestra cruz. En la otra vida, todo se paga hasta el último céntimo, hasta la
menor palabra ociosa. Si lográramos arrancar de manos del demonio el libro de
muerte, en el que lleva anotados todos nuestros pecados y el castigo que
merecen, ¡qué debe tan enorme hallaríamos! ¡Y qué encantados quedaríamos de
padecer durante años enteros en esta vida antes que sufrir un solo día en la
otra!
Para los amigos de Dios
Amigos de la Cruz: ¿No os
preciáis de ser amigos de Dios o de querer llegar a serlo? Decidíos, pues, a
beber el cáliz que es preciso apurar para ser amigos de Dios: Bebieron el cáliz
del Señor, y llegaron a ser amigos de Dios. Benjamín, el mimado, halló la copa,
mientras que sus hermanos sólo hallaron trigo. El discípulo predilecto de Jesús
poseyó su Corazón, subió al Calvario y bebió el Cáliz: ¿Podéis beber el cáliz?
Excelente cosa es desear la gloria de Dios. Pero desearla y pedirla sin
decidirse a padecerlo todo es una locura y una petición extravagante: No sabéis
lo que pedís. Tenemos que pasar mucho... Sí, es una necesidad, algo
indispensable. Tenemos que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios (Hech.
14, 22).
Para los hijos de Dios
Con razón os gloriáis de ser
hijos de Dios. Gloriaos asimismo de los azotes que este Padre bondadoso os ha
dado y dará, pues da azotes a todos sus hijos. Si no sois del número de sus
hijos predilectos, ¡Qué desgracia, qué maldición! Pues pertenecéis al número de
los réprobos, como dice San Agustín. “Quien no gime en este mundo como
peregrino y extranjero, no puede alegrarse en el otro como ciudadano del cielo”;
añade el mismo Santo. Si Dios Padre no os envía, de vez en cuando, alguna cruz
importante, es señal de que no se preocupa de vosotros. Está enfadado y os
considera como extraños y ajenos a su casa y protección. O como hijos
bastardos, que no merecen tener parte en la herencia de su padre ni tampoco son
dignos de sus cuidados y correcciones.
Para los discípulos de un Dios
crucificado
Amigos de la Cruz, discípulos de
un Dios crucificado: el misterio de la cruz es un misterio ignorado por los
gentiles, rechazado por los judíos, menospreciado por los herejes y malos
cristianos. Pero es el gran misterio que tenéis que aprender en la práctica, en
la escuela de Jesucristo. Solamente en su escuela lo podéis aprender. En vano
buscaréis en todas las academias de la Antigüedad algún filósofo que lo haya
enseñado. En vano consultaréis la luz de los sentidos y de la razón. Sólo
Jesucristo puede enseñaros y haceros saborear ese misterio por su gracia
triunfante.
Adiestraos, pues, en esta sobre
eminente ciencia bajo la dirección de tan excelente Maestro, y poseeréis todas
las demás ciencias, ya que ésta las encierra a todas en grado eminente. Ella es
nuestra filosofía natural y sobrenatural, nuestra teología divina y misteriosa,
nuestra piedra filosofal, que por la paciencia, cambia los metales más toscos
en preciosos; los dolores más agudos, en delicias; la pobreza, en riqueza; las
humillaciones más profundas, en gloria. Aquél de vosotros que sepa llevar mejor
su cruz, aunque, por otra parte, sea un analfabeto, es más sabio que todos los
demás.
Escuchad al gran San Pablo, que,
al bajar del tercer cielo, donde aprendió misterios escondidos a los mismos
ángeles, exclama que no sabe ni quiere saber nada fuera de Jesucristo
crucificado. ¡Alégrate, pues, tú, pobre ignorante; tú, humilde mujer sin
talento ni letras; ¡si sabes sufrir con alegría, sabes más que un doctor de la
Sorbona que no sepa sufrir tan bien como tú!
Para los miembros de Jesucristo
Sois miembros de Jesucristo. ¡Qué
honor! Pero, ¡qué necesidad tan imperiosa de padecer implica el serlo! Si la
Cabeza está coronada de espinas, ¿lo serán de rosas los miembros? Si la Cabeza
es escarnecida y cubierta de lodo camino del Calvario, ¿querrán los miembros
vivir perfumados y en un trono de gloria? Si la Cabeza no tiene dónde
reclinarse, ¿descansarán los miembros entre plumas y edredones? ¡Eso sería
monstruosidad inaudita! ¡No, no, mis queridos Compañeros de la Cruz! No os
hagáis ilusiones. Esos cristianos que veis por todas partes trajeados a la
moda, en extremo delicados, altivos y engreídos hasta el exceso, no son los
verdaderos discípulos de Jesús crucificado. Y, si pensáis lo contrario, estáis
afrentando a esa Cabeza coronada de espinas y a la verdad del Evangelio.
¡Válgame Dios! ¡Cuántas caricaturas de cristianos que pretenden ser miembros de
Jesucristo, cuando en realidad son sus más alevosos perseguidores, porque
mientras hacen con la mano la señal de la cruz, son sus enemigos en el corazón!
Si os preciáis de ser guiados por
el mismo espíritu de Jesucristo y vivir la misma vida de quien es vuestra
Cabeza coronada de espinas, no esperéis sino abrojos, azotes, clavos; en una
palabra, cruz. Pues es necesario que el discípulo sea tratado como el Maestro,
los miembros como la Cabeza. Y, si el cielo os ofrece, como a Santa Catalina de
Siena, una corona de espinas y otra de rosas, escoged sin vacilar la de espinas
y hundidla en vuestra cabeza para asemejaros a Jesucristo.
Para los templos del Espíritu
Santo
Sabéis que sois templos vivos del
Espíritu Santo. Como otras tantas piedras vivas, tenéis que ser colocados por
ese Dios de amor en el templo de la Jerusalén celestial. Disponeos, pues, para
ser labrados, cercenados, cincelados por el martillo de la cruz. De lo
contrario, quedaréis como piedras toscas, que no sirven para nada, se
desprecian y arrojan lejos.
¡Cuidado con resistir al martillo
que os golpea! ¡Cuidado con oponeros al cincel que os labra, a la mano que os
pule! ¡Tal vez ese diestro y amoroso arquitecto desea convertiros en una de las
piedras principales de su edificio eterno, en uno de los retablos más hermosos
de su reino celestial! Dejadle actuar; os quiere, sabe lo que hace, tiene
experiencia, cada uno de sus golpes es acertado y amoroso, no da ninguno en
falso, a no ser que vuestra impaciencia lo inutilice.
El Espíritu Santo compara la
cruz: unas veces, a una criba que separa el buen grano de la paja y la
hojarasca: dejaos sacudir y zarandear como el grano en la criba, sin oponer
resistencia; estáis en la criba del Padre de familia, y pronto estaréis en su
granero; otras veces, la compara al fuego, que quita el orín al hierro mediante
la viveza de sus llamas: nuestro Dios es un fuego devorador; mediante la cruz,
permanece en el alma para purificarla, sin consumirla, como en otro tiempo en
la zarza ardiente. Otras veces, la compara al crisol de una fragua, donde el
oro auténtico queda refinado, mientras el falso se desvanece en humo: el bueno
sufre con paciencia la prueba del fuego, mientras el malo se eleva hecho humo
contra las llamas. En el crisol de la tribulación y de la tentación, los
auténtico Amigos de la Cruz se purifican mediante la paciencia, mientras que
los enemigos se desvanecen en humo a causa de sus impaciencias y murmuraciones.
Hay que sufrir como los santos
Mirad, Amigos de la Cruz; mirad
delante de vosotros una inmensa nube de testigos. Sin decir palabra, prueban
cuanto os tengo dicho. Ved desfilar ante vosotros un Abel justo y muerto por su
hermano; un Abrahán justo y extranjero en la tierra; un Lot justo y arrojado de
su país; un Jacob justo y perseguido por su hermano; un Tobías justo y afligido
de ceguera; un Job justo y empobrecido, humillado y hecho una llaga de pies a
cabeza.
Mirad a tantos apóstoles y mártires teñidos con su propia sangre; a tantas vírgenes y confesores empobrecidos, humillados, arrojados, despreciados. Todos ellos exclaman con San Pablo: Mirad a nuestro bondadoso Jesús, el autor y consumador de la fe que tenemos en Él y en su cruz. Tuvo que padecer para entrar, por la cruz, en su gloria.
Mirad, al lado de Jesús, una
espada afilada, que penetra hasta el fondo en el tierno e inocente corazón de
María, que nunca tuvo pecado alguno, ni original ni actual. ¡Lástima que no
pueda extenderme aquí sobre los padecimientos de Jesús y María, para hacer ver
que lo que sufrimos no es nada en comparación con lo que ellos sufrieron!
... o como réprobos
Pero, en fin, si no queréis
sufrir con paciencia y llevar vuestra cruz con resignación, como los
predestinados, tendréis que llevarla entre murmullos e impaciencias, como los
réprobos. Os pareceréis a aquellos dos animales que arrastraban el arca de la
alianza mugiendo. Imitaréis a Simón Cirineo, quien, a pesar suyo, echó mano a
la cruz misma de Jesucristo, pero no cesaba de murmurar mientras la llevaba. En
fin, os sucederá lo que, al mal ladrón, quien desde lo alto de la cruz se
precipitó al fondo de los abismos.
¡No, no! Esta tierra maldita
donde vivimos no cría hombres felices. No se ve muy bien en este país de
tinieblas. No se está muy seguro en este mar borrascoso. No se pueden evitar
los combates en este lugar de tentaciones y en este campo de batalla. No es posible
evitar los pinchazos en esta tierra cubierta de espinas. De buen grado o por
fuerza, los predestinados y los réprobos han de llevar su cruz. Tened presente
estos cuatro versos:
Escógete una cruz de las tres del
Calvario; escoge sabiamente, puesto que es necesario padecer como santo, o como
penitente, o como sufre un réprobo que pena eternamente.
Lo que significa que, si no
queréis sufrir con alegría, como Jesucristo; o con paciencia, como el buen
ladrón, tendréis que sufrir, mal que os pese, como el mal ladrón; tendréis que
apurar hasta las heces el cáliz más amargo, sin ningún consuelo de la gracia;
tendréis que llevar todo el peso de vuestra cruz sin la ayuda poderosa de
Jesucristo. Además, tendréis que llevar el peso inevitable que el demonio añadirá
a vuestra cruz por la impaciencia a la que os arrastrará. Así, después de haber
sido unos desgraciados en esta tierra, como el mal ladrón, iréis a reuniros con
él en las llamas.
“Nada tan útil ni tan dulce”
Por el contrario, si sufrís como
conviene, la cruz se os hará yugo muy suave, que Jesucristo llevará con
vosotros. La cruz vendrá a ser como las dos alas del alma que se eleva al
cielo; vendrá a ser el mástil de la nave que os llevará al puerto de la
salvación feliz y fácilmente.
Llevad vuestra cruz con
paciencia; esta cruz, bien llevada, os alumbrará en vuestras tinieblas
espirituales, pues quien no ha sido probado por la tentación, sabe bien poco
(Eclo. 34).
Llevad vuestra cruz con alegría,
y os veréis abrasados en el amor divino, pues sin cruces ni dolor no se vive en
el amor.
Las rosas se recogen entre
espinas. Sólo la cruz alimenta el amor de Dios, como leña el fuego. Recordad
esta hermosa sentencia de la Imitación de Cristo: “Cuanta violencia os hagáis
sufriendo con paciencia, tanto progresaréis en el amor divino”.
Nada importante se puede esperar
de esos cristianos indolentes y perezosos que rehúsan la cruz cuando les llega
y que jamás se buscan prudentemente alguna por su cuenta. Son tierra inculta,
que no producirá sino espinas, por no haber sido roturada, desmenuzada y
removida por un experto labrador. Son como aguas encharcadas, que no sirven
para lavar ni para beber.
Llevad vuestra cruz con alegría.
Encontraréis en ella una fuerza victoriosa, a la cual ningún enemigo vuestro
podrá resistir; una dulzura encantadora, con la cual nada se puede comparar.
Sí, hermanos, sabed que el verdadero paraíso terrenal consiste en sufrir algo
por Jesucristo.
Preguntad a todos los santos. Os contestarán
que jamás gozaron tanto ni sintieron mayores delicias en el alma como en medio
de sus mayores tormentos. “Vengan sobre mí todos los tormentos del demonio”,
decía San Ignacio Mártir. “O padecer o morir”, decía Santa Teresa. “No morir,
sino padecer”, decía Santa Magdalena de Pazzi. “Padecer y ser despreciado por
Tí”, decía San Juan de la Cruz. Y tantos otros hablaron el mismo lenguaje, como
leemos en sus biografías.
Confiad en Dios, carísimos
hermanos. Cuando padecemos con alegría y por Dios, la cruz se convierte en
objeto de toda clase de alegrías para toda clase de personas, dice el Espíritu
Santo. La alegría de la cruz es mayor que la del pobre que se ve colmado de
toda clase de riquezas. Es mayor que la del mercader que gana millones. Mayor
que la del general que lleva su ejército a la victoria. Mayor que la de los
prisioneros que se ven liberados de sus cadenas. En fin, imaginad las mayores
alegrías de esta tierra: todas quedan superadas por la alegría de una persona
crucificada que sepa sufrir bien.
“Nada tan glorioso”
Regocijaos, pues, y saltad de
alegría cuando Dios os regale alguna cruz. Porque, sin daros cuenta, lo más
valioso que existe en el cielo y en el mismo Dios recae sobre vosotros.
¡Magnífico regalo de Dios es la cruz! De entenderlo, encargarías misas, harías
novenas en los sepulcros de los santos, emprenderías largas peregrinaciones,
como lo hicieron los santos, para obtener del cielo este regalo divino.
El mundo llama locura, infamia,
necedad, indiscreción, imprudencia; dejad hablar a esos ciegos. Su ceguera, que
les lleva a juzgar humanamente de la cruz, muy al revés de lo que es en
realidad, forma parte de nuestra gloria. Cada vez que nos proporcionan alguna
cruz por sus desprecios y persecuciones, nos regalan joyas, nos elevan al trono
y nos coronan de laureles.
Pero ¿qué estoy diciendo? Todas
las riquezas, los honores, los cetros; todas las coronas brillantes de los
potentados y emperadores, no se pueden comparar con la gloria de la cruz, dice
San Juan Crisóstomo. Supera la gloria del apóstol y del escritor sagrado. Este
santo varón, iluminado por el Espíritu Santo, añade: “Si me fuera dado, dejaría
gustoso el cielo para padecer por el Dios del cielo. A los tronos del empíreo,
prefiero las cárceles y las mazmorras. Me apetecen más las mayores cruces que
la gloria de los serafines. Aprecio menos el don de milagros, con el cual se
domina a los demonios, se desatan los elementos, se detiene al sol, se da vida
a los muertos, que el honor de sufrir. San Pedro y San Pablo son más gloriosos
en sus calabozos, con los grillos en los pies, que cuando son arrebatados al
tercer cielo y reciben las llaves del paraíso”.
En efecto, ¿no dio la cruz a Jesucristo
el Nombre sobre-todo nombre, de modo que, al Nombre de Jesús, toda rodilla se
doble en el cielo, en la tierra y en el abismo? (Fil. 2,9-10) Tan grande es la
gloria de una persona que sabe sufrir, que el cielo, los ángeles, los hombres y
el mismo Dios del cielo la contemplan con alegría, como el espectáculo más
glorioso. Si los santos tuvieran algún deseo, sería el de volver a la tierra
para llevar algunas cruces.
Ahora bien, si ya en la tierra es
tan grande la gloria de la cruz, ¿cuál no será la que adquiera en el cielo?
¿Quién explicará y entenderá jamás la riqueza eterna de gloria (2 Cor. 4,17)
que nos consigue el llevar la cruz como se debe por un corto instante? ¿Quién
entenderá la gloria que se adquiere para el cielo en un año y a veces, en toda
una vida de cruces y dolores?
Por cierto, queridos Amigos de la
Cruz, el cielo os prepara para algo grande; dice un gran santo, ya que el
Espíritu Santo os une tan estrechamente en una cosa, que todo el mundo huye con
tanto cuidado. No cabe duda: Dios quiere formar tantos santos y santas cuantos
Amigos de la Cruz existen, si permanecéis fieles a vuestra vocación, si lleváis
vuestra cruz como se debe, es decir, como la llevó Jesucristo.
4. “Y me siga”
Pero no basta sufrir, el demonio
y el mundo tienen sus mártires. Hay que sufrir y llevar la cruz en pos de
Jesucristo: ¡me siga! Es decir, hay que llevar la cruz como la llevó Él. Para
lograrlo, he aquí las reglas que debéis guardar:
Las catorce reglas
No buscarte cruces
1. No os busquéis cruces de
propósito y por cuenta propia. No hay que hacer el mal para que se logre el
bien. Sin inspiración especial, no hay que hacer las cosas mal, para atraerse
el desprecio de los hombres. Sino imitar a Jesucristo, de quien se dijo: ¡Qué
bien lo hace todo! (Mc. 7,37). No se debe obrar por amor propio o vanidad, sino
para agradar a Dios y convertir al prójimo. Si os dedicáis a cumplir con
vuestros deberes lo mejor posible, no os faltarán contradicciones, persecuciones
ni desprecios. La divina Providencia os los enviará sin que vosotros lo queráis
o elijáis.
Tener en cuenta el bien del
prójimo
2. Si os disponéis a hacer algo
en sí indiferente, que, aunque sin motivo, pudiera escandalizar al prójimo,
absteneos de hacerlo por caridad, para evitar el escándalo de los débiles. El
acto heroico de caridad que hacéis en esta circunstancia vale infinitamente más
de lo que haríais o queríais hacer.
Pero, si el bien que vais a hacer
es necesario o útil al prójimo, aunque algún fariseo o espíritu malintencionado
se escandalice sin motivo, consultad a una persona prudente para saber si lo
que hacéis es necesario o útil al prójimo en general. Si ella lo juzga así,
proseguid vuestra obra y dejadles hablar, con tal que os dejen actuar.
Contestad entonces como nuestro Señor a algunos discípulos suyos cuando
vinieron a decirles que los escribas y fariseos estaban escandalizados por sus
palabras y acciones: Dejadlos; son ciegos (Mt. 15, 14).
No pretender actuar como los
grandes santos
3. Algunos santos y varones
ilustres pidieron, buscaron e incluso se procuraron cruces, desprecios y
humillaciones mediante actuaciones ridículas. Adoremos y admiremos la actuación
extraordinaria del Espíritu Santo en sus almas y humillémonos a la vista de
virtud tan sublime. Pero no pretendamos volar tan alto; pues, comparados con
estas águilas veloces y estos leones rugientes, no somos más que gallinas
mojadas y perros muertos.
Pedir a Dios la sabiduría de la
cruz
4. Sin embargo, podéis y debéis
pedir la sabiduría de la cruz; ciencia sabrosa y experimental de la verdad que
permite contemplar, a la luz de la fe, los misterios más ocultos; entre ellos,
el de la cruz. Sabiduría que no se alcanza sino mediante duros trabajos,
profundas humillaciones y fervientes oraciones.
Si necesitáis este espíritu
generoso, que ayuda a llevar con valor las cruces más pesadas; este espíritu bueno
y suave, que hace saborear en la parte superior del alma las amarguras más
repugnantes; este espíritu puro y recto, que sólo busca a Dios; esta ciencia de
la cruz, que encierra todas las cosas; en una palabra, este tesoro infinito que nos hace partícipes de la
amistad de Dios, pedid la sabiduría; pedidla incesante e insistentemente, sin titubeos,
sin temor de no alcanzarla, e infaliblemente la obtendréis. Entonces
comprenderéis, por experiencia propia, cómo se puede llegar a desear, buscar y
saborear la cruz.
Humillarse por las propias
faltas, pero sin turbación
5.Cuando por ignorancia, o aún
por culpa vuestra, cometáis alguna torpeza que os acarree alguna cruz,
humillaos inmediatamente dentro de vosotros mismos bajo la poderosa mano de
Dios, sin turbación voluntaria, diciendo, por ejemplo, en vuestro interior:
“¡Éstos son, ¡Señor, los frutos de mi huerto!” Y si, por mi falta hubiere algún
pecado, aceptad la humillación como castigo de mi orgullo.
Muy a menudo, Dios permite que
sus mejores servidores, los más elevados en gracia, cometan faltas de las más
humillantes para empequeñecerlos a sus propios ojos y delante de los hombres,
para quitarles la vista y el pensamiento orgulloso de las gracias que Él les
comunica y el bien que hacen, de modo que ningún mortal pueda gloriarse ante
Dios (1 Cor. 1,29), como dice el Espíritu Santo.
Dios nos humilla para
purificarnos
6. Tened la plena seguridad de
que cuanto hay en nosotros, se halla completamente corrompido por el pecado de
Adán y por nuestros pecados actuales. No sólo los sentidos del cuerpo, sino
también todas las potencias del alma. Por eso, cuando nuestro espíritu corrompido
mira algún don de Dios en nosotros, pensando en él y saboreándolo, ese don, esa
acción, esa gracia se manchan y corrompen totalmente y Dios aparta de ella su
divina mirada. Si ya las miradas y pensamientos humanos echan a perder así las
mejores acciones y los dones más excelentes, ¿qué diremos de los actos de la
voluntad propia, aún más corrompidos que los actos del entendimiento?
No nos extrañemos, pues, de que
Dios se complazca en ocultar a los cuyos al amparo de su rostro para que no los
manchen las miradas de los hombres ni su propio conocimiento. Y para
mantenerlos ocultos, ¡qué cosas no permite y hace ese Dios celoso! ¡Cuántas
humillaciones les procura! ¡Cuántos tropiezos permite! ¡En cuántas tentaciones
permite que se vean envueltos, como San Pablo! ¡En qué incertidumbres,
tinieblas y perplejidades les deja! ¡Oh! ¡Cuán admirable es Dios en sus santos
y en los caminos por los cuales los conduce a la humildad y a la santidad!
Evitar los engaños del orgullo
7. ¡Mucho cuidado! No vayáis a
creer, como los devotos orgullosos y engreídos, que vuestras cruces son
grandes, que son prueba de vuestra fidelidad y testimonio de un amor singular
de Dios por vosotros. Este engaño del orgullo espiritual es muy sutil e
ingenioso, pero lleno de veneno. Pensad más bien:
a) Que vuestro orgullo y
delicadeza os llevan a considerar como vigas las pajas, como llagas las
picaduras, como elefantes los ratones; una palabrita que se lleva el viento,
una nadería en realidad, como una injuria atroz y un cruel abandono;
b) que las cruces que Dios os
manda no son en realidad sino castigos amorosos por vuestros pecados y no
pruebas de una benevolencia especial;
c) que por más cruces y
humillaciones que Dios os envíe, os perdona infinitamente más, dado el número y
la gravedad de vuestros crímenes. En efecto, éstos hay que considerarlos a la
luz de la santidad de Dios, que no soporta nada impuro y a quien vosotros
habéis ofendido; a la luz de un Dios que muere, abrumado de dolor a causa de
vuestros pecados; al trasluz de un infierno eterno, que habéis merecido mil y
quizás cien mil veces;
d) que mezcláis lo humano y
natural, mucho más de lo que creéis, con la paciencia con que padecéis; prueba
de ello son esos miramientos, esa velada búsqueda de consuelos, esas efusiones
tan naturales con los amigos y tal vez con vuestro director espiritual, esas
disculpas rebuscadas e inmediatas, esas quejas, o más bien maledicencias contra
quienes os han hecho daño, tan bien formuladas y tan caritativamente dichas,
ese volver y revolver deleitosamente los propios males, esa creencia luciferina
de que sois de gran valía, etc. No acabaría nunca si quisiera describir aquí
las vueltas y revueltas de la naturaleza, incluso en los sufrimientos.
Aprovechar los sufrimientos
pequeños más que los grandes
8. Aprovechad los sufrimientos
pequeños más aún que los grandes. Dios no repara tanto en lo que se sufre
cuanto en cómo se sufre. Sufrir mucho, pero mal, es sufrir como condenados;
sufrir mucho y con valor, pero por una causa mala, es sufrir como mártires del
demonio; sufrir poco o mucho por Dios, es sufrir como santos.
Si podemos escoger nuestras
cruces, optemos por las más pequeñas y deslucidas cuando se presenten junto a
grandiosas y espléndidas. El orgullo natural puede pedir, buscar y aun escoger
cruces grandiosas y brillantes. Pero escoger y llevar alegremente las cruces
pequeñas y sin brillo sólo puede ser efecto de una gracia singular y de una
fidelidad particular a Dios.
Actuad, pues, como el mercader en su mostrador,
sacad provecho de todo, no desperdiciéis ni la menor partícula de la cruz
verdadera, aunque sólo sea la picadura de un mosquito o de un alfiler, las
insignificantes singularidades del vecino, una pequeña injuria involuntaria, la
pérdida de algunos centavos, un ligero malestar, etc. Sacad provecho de todo,
como el tendero en su tienda, y os enriqueceréis según Dios, como se enriquece
él colocando centavo sobre centavo en su mostrador. A la menor contrariedad que
os sobrevenga, decid: “¡Bendito sea Dios! ¡Gracias, Dios mío!” Guardad luego en
la memoria de Dios, que es como vuestra alcancía, la cruz que acabáis de ganar y no os acordéis
más de ella sino para decir: “¡Mil gracias, Señor!” o “¡Misericordia!”.
Amar la cruz con amor
sobrenatural
9. Cuando se os habla de amor a
la cruz no se trata de un amor sensible. Éste es imposible a la naturaleza en
esta materia.
Hay que distinguir tres clases de
amores: el amor sensible, el amor racional, el amor fiel y supremo. Dicho de
otro modo: el amor de la parte inferior, que es la carne; el amor de la parte
superior, que es la razón; el amor de la parte superior o cima del alma, que es
el entendimiento iluminado por la fe.
Dios no os pide amar la cruz con
la voluntad de la carne. Siendo ésta completamente corrompida y criminal, todo
lo que sale de ella está corrompida y criminal, todo lo que sale de ella está
corrompido; es más, no puede someterse por sí misma a la voluntad de Dios y a
su ley crucificante. Por eso, Nuestro Señor, hablando de ella en el huerto de
los Olivos, exclama: Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc. 22,47).
La parte inferior del hombre, en
Jesucristo, en quien todo era santo, no pudo amar la cruz sin interrupción; la
nuestra, que es toda corrupción, la rechazará con mayor razón. Es cierto que
podemos, a veces como algunos santos, experimentar una alegría sensible en
nuestros sufrimientos. Pero esta alegría no proviene de la carne, aunque esté en
la carne. Viene de la parte superior. La cual se encuentra tan llena de la
alegría divina del Espíritu Santo, que llega a redundar en la parte inferior.
En estos momentos, la persona más crucificada puede decir: Mi corazón y mi
carne retozan por el Dios vivo (Sal. 84).
Existe otro amor a la cruz que
llamo razonable; radica en la parte superior, que es la razón. Es un amor
totalmente espiritual. Nace del conocimiento de la felicidad que hay en sufrir
por Dios. Por eso es perceptible y aun es percibido por el alma, a la que
alegra y fortalece interiormente. Pero ese amor racional y percibido, aunque
bueno y muy bueno, no es siempre necesario para sufrir con alegría y según
Dios.
Pues existe otro amor. De la cima
o ápice del alma, dicen los maestros de la vida espiritual; de la inteligencia,
dicen los filósofos. Mediante este amor, aún sin sentir alegría alguna en los
sentidos, sin percibir gozo razonable alguno en el alma, amamos y saboreamos,
mediante la luz de la fe desnuda, la cruz que llevamos. Mientras tanto, muchas
veces todo es guerra y sobresalto en la parte inferior, que gime, se queja,
llora y busca alivio. Entonces decimos con Jesucristo: Padre, no se haga mi
voluntad, sino la tuya (Lc. 22,52). O con la Santísima Virgen: Aquí está la
esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra (Lc. 1,38).
Con uno de estos dos amores de la
parte superior hemos de amar y aceptar la cruz.
Sufrir toda clase de cruces, sin
excepción ni selección
10. Decidíos, queridos Amigos de
la Cruz, a padecer toda clase de cruces, sin elegirlas ni seleccionarlas; toda
clase de pobreza, humillación, contradicción, sequedad, abandono, dolor
psíquico o físico, diciendo siempre: Pronto está mi corazón, ¡Oh Dios!; está mi
corazón dispuesto (Sal. 57).
Disponeos, pues, a ser abandonados
de los hombres y de los ángeles y hasta del mismo Dios; a ser perseguidos,
envidiados, traicionados, calumniados, desacreditados y abandonados de todos; a
padecer hambre, sed, mendicidad, desnudez, destierro, cárcel, horca y toda
clase de suplicios, aunque no los hayáis merecido por los crímenes que os
imputan.
Imaginaos, por último, que
después de haber perdido los bienes y el honor, después de haber sido arrojados
de vuestra casa, como Job y Santa Isabel de Hungría, se os lanza al lodo, como
a esta Santa, o se os arrastra a un estercolero, como a Job, maloliente y
cubierto de úlceras, sin un retazo de tela para cubrir vuestras llagas, sin un
trozo de pan, que no se niega al perro ni al caballo, y que, en medio de tales
extremos, Dios os abandona a todas las tentaciones del demonio, sin derramar en
vuestra alma el más leve consuelo espiritual.
Ahí tenéis, creedlo firmemente,
la meta suprema de la gloria divina y la felicidad verdadera de un auténtico y
perfecto Amigo de la Cruz.
Cuatro motivos para sufrir como
se debe
11.Para animaros a sufrir como se
debe, acostumbraros a considerar estas cuatro cosas:
a) La mirada de Dios
En primer lugar, la mirada de
Dios. Como un gran rey, desde lo alto de una torre, contempla a sus soldados en
medio de la pelea, complacido y alabando su valor. ¿Qué contempla Dios sobre la
tierra? ¿A los reyes y emperadores en sus tronos? A menudo los mira con
desprecio. ¿Mira las grandes victorias de los ejércitos del Estado, las piedras
preciosas, en una palabra, las cosas que los hombres consideran grandes? Lo que
es grande para los hombres, es abominable ante Dios (Lc. 16,15). Entonces, ¿Qué
es lo que mira con gozo y complacencia, pidiendo noticias de ello a los ángeles
y a los mismos demonios? Dios mira al hombre que lucha por Él contra la
fortuna, el mundo, el infierno y contra sí mismo, al hombre que lleva la cruz
con alegría. ¿Has reparado sobre la tierra en una maravilla tan grande que el
cielo entero la contempla con admiración? Dice el Señor a satanás, ¿Te has fijado
en mi siervo Job, que sufre por mí? (Job. 2,3).
b) La mano de Dios
En segundo lugar, considerad la
mano de este poderoso Señor. Permite todo el mal que nos sobreviene de la
naturaleza, desde el más grande hasta el más pequeño. La misma mano que aniquiló
a un ejército de cien mil hombres hace caer la hoja del árbol y el cabello de
nuestra cabeza. La mano que con tanta dureza hirió a Job os roza con esa
pequeña contrariedad. Con la misma mano hace el día y la noche, la luz y las
tinieblas, el bien y el mal. Permitió los pecados que os inquietan; no fue el
autor de la malicia, pero permitió la acción.
Así, pues, cuando os encontréis
con un Semei, que os injuria, os tira piedras como al rey David, decid
interiormente: “No nos venguemos; dejémosle actuar, pues se lo ha mandado el
Señor. Reconozco que tengo merecido toda esta clase de ultrajes y que Dios me
castiga con justicia. ¡Detente, brazo mío! ¡Refrénate, lengua mía! ¡No hieras!
¡No hables! Ese hombre o esa mujer que me dicen o infieren injurias son embajadores
de Dios, vienen enviados por su misericordia para vengarse amistosamente de mí.
No irritemos su justicia usurpando los derechos de su venganza. No
menospreciemos su misericordia resistiendo a sus amorosos golpes. No sea que,
para vengarse, nos remita a la estricta justicia de la eternidad”.
¡Mirad! Con una mano Todopoderosa
e infinitamente prudente, Dios os sostiene, mientras os corrige con la otra.
Con una mano mortifica, con la otra vivifica. Humilla y enaltece. Con un brazo
poderoso alcanza del uno al otro extremo de nuestra vida, suave y
poderosamente: suavemente, porque no permite que seáis tentados y afligidos por
encima de vuestras fuerzas; poderosamente, porque os ayuda por una gracia
poderosa y proporcionada a la fuerza y duración de la tentación o aflicción;
poderosamente también, porque, como lo dice el Espíritu de su santa Iglesia, se
hace “vuestro apoyo al borde del precipicio ante el cual os halláis; vuestro
compañero, si os extraviáis en el camino; vuestra sombra, si el calor os
abrasa; vuestro vestido, si la lluvia os empapa y el frío os hiela; vuestro
vehículo, si el cansancio os oprime; vuestro socorro, si la adversidad os
acosa; vuestro bastón, si resbaláis en el camino; vuestro puerto, en medio de
las tempestades que os amenazan con ruina y naufragio”.
c) Las llagas y los dones de
Jesús crucificado
En tercer lugar, contemplad las
llagas y los dolores de Jesucristo crucificado. Él mismo os dice: “¡Vosotros
los que pasáis por el camino lleno de espinas y cruces por el que yo he
transitado, mirad, fijaos: mirad con los ojos corporales y ved con los ojos de
la contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros menosprecios, dolores
y desamparos, son comparables con los míos! ¡Miradme a Mí, el inocente, y
quejaos vosotros, los culpables!”.
Por boca de los apóstoles, el
mismo Espíritu Santo nos ordena esa misma mirada a Jesucristo crucificado; nos
ordena armarnos con este pensamiento, que constituye el arma más penetrante y
terrible contra nuestros enemigos. Cuando la pobreza, la abyección, el dolor,
la tentación y otras cruces os ataquen, armaos con el pensamiento de Jesucristo
crucificado, que os servirá de escudo, coraza, casco y espada de doble filo. En
Él encontraréis la solución a todas vuestras dificultades y la victoria sobre
cualquier enemigo.
d) Arriba, el cielo; abajo, el
infierno
En cuarto lugar, mirad en el
cielo la hermosa corona que os aguarda, con tal que llevéis debidamente vuestra
cruz. Esta recompensa sostuvo a los patriarcas y profetas en su fe y
persecuciones, animó a los apóstoles y mártires en sus trabajos y tormentos.
Los patriarcas decían con Moisés: Preferimos ser afligidos con el Pueblo de
Dios, para ser felices con él eternamente, a disfrutar de las ventajas
pasajeras del pecado (Heb. 11,24).
Los profetas decían con David:
Sufrimos grandes afrentas a causa de la recompensa. Los apóstoles y mártires
decían con San Pablo: Somos como víctimas condenadas a muerte, como un
espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres por nuestros
padecimientos; como desecho y anatema del mundo (1 Cor 4,9. 13) a causa del
peso eterno de gloria incalculable que nos prepara la momentánea y ligera
tribulación (2 Cor. 4,17).
Miremos por encima de nosotros a
los ángeles, que nos gritan: “Cuidado con perder la corona destinada a recompensar
la cruz que os ha tocado, con tal que la llevéis como se debe. Si no la lleváis
debidamente, otro lo hará y se llevará vuestra corona”. “Luchad con valentía,
sufrid con paciencia, nos dicen todos los santos, y recibiréis un reino eterno”.
Escuchemos, por fin, a Jesucristo, que nos dice: “Sólo premiaré a quien haya
padecido y vencido por su paciencia”.
Miremos abajo el sitio que
merecemos. Nos aguarda en el infierno, junto al mal ladrón y a los réprobos, si
nuestro padecer, como el suyo, va acompañado de murmuraciones, despecho y
venganza. Exclamemos con San Agustín: “Quema, Señor; corta, poda, divide en
esta vida en castigo de mis pecados, con tal que me perdones en la eternidad”.
No quejarse jamás de las
creaturas
12. No os quejéis jamás
voluntariamente y con murmuraciones de las creaturas que Dios utiliza para
afligiros.
Observad que se dan tres clases
de quejas en las penas.
– La primera es involuntaria y
natural: es la del cuerpo que gime, suspira, se queja, llora, se lamenta. Como ya
dije, si el alma en su parte superior está sometida a la voluntad de Dios, no
hay ningún pecado.
–
La segunda es razonable: nos quejamos y descubrimos nuestro mal a
quienes pueden remediarlo: al superior, al médico... Esta queja puede
constituir una imperfección si es demasiado intempestiva, pero no es pecado.
– La tercera es criminal. Se da
cuando nos quejamos al prójimo para librarnos del mal que nos aflige o para
vengarnos, o cuando nos quejamos del dolor que padecemos, consintiendo en esta
queja y añadiéndole impaciencia y murmuración.
No recibáis nunca la cruz sin
besarla humildemente con agradecimiento.
13. Si Dios en su bondad os regala alguna
cruz, algo importante, dadle gracias de una manera especial y pedid a otros que
hagan lo mismo. A ejemplo de aquella pobre mujer que, habiendo perdido todos
sus bienes a causa de un pleito injusto, con la única moneda que le quedaba
mandó inmediatamente celebrar una misa para agradecer a Dios la buena suerte
que había tenido.
Cargar con cruces voluntarias
14. Si queréis haceros dignos de
las cruces que os vendrán sin vuestra participación, son las mejores, cargaos
con algunas cruces voluntarias, siguiendo el consejo de un buen director.
Por ejemplo: ¿Tenéis en casa
algún mueble inútil al cual sentís cariño? Dadlo a los pobres y decid: ¿Quisieras
tener cosas superfluas, cuando Jesús es tan pobre?
¿Os repugna algún manjar, algún acto
de virtud, algún mal olor? Probad, practicad, oled; superaos.
¿Tenéis cariño excesivamente
tierno o exagerado a una persona u objeto? Apartaos, privaos, alejaos de lo que
os halaga.
¿Sentís prisa natural por ver,
actuar, aparecer en público, ir a tal o cual sitio? Deteneos, callaos,
ocultaos, apartad vuestra mirada.
¿Tenéis repugnancia natural a
determinado objeto o persona? Usadlo a menudo, frecuentad su trato: superaos.
Si sois auténticos Amigos de la
Cruz, el amor, siempre ingenioso, os hará descubrir así la cantidad de cruces
pequeñas. Con ellas os enriqueceréis sin daros cuenta y sin temor a la vanidad,
que a menudo se mezcla con la paciencia cuando se llevan cruces relumbrantes.
Y, por haber sido fieles en lo poco, el Señor, como lo tiene prometido, os
pondrá al frente de lo mucho, es decir, sobre la multitud de gracias que os
dará, sobre multitud de cruces que os enviará, sobre una inmensa gloria que os
preparará...
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