"Dios te
salve, María [Alégrate, María]". La salutación del Àngel Gabriel abre la
oración del Ave María. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a
María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que
Dios ha puesto sobre su humilde esclava (cf. Lc 1, 48) y a alegrarnos con el gozo
que El encuentra en ella (cf. So 3, 17b)
"Llena de
gracia, el Señor es contigo": Las dos palabras del saludo del ángel se
aclaran mutuamente. María es la llena de gracia porque el Señor está con ella.
La gracia de la que está colmada es la presencia de Aquél que es la fuente de
toda gracia. "Alégrate... Hija de Jerusalén... el Señor está en medio de
ti" (So 3, 14, 17a). María, en quien va a habitar el Señor, es en persona
la hija de Sión, el arca de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del
Señor: ella es "la morada de Dios entre los hombres" (Ap 21, 3).
"Llena de gracia", se ha dado toda al que viene a habitar en ella y
al que entregará al mundo.
"Bendita tú
eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús".
Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de Isabel. "Llena del
Espíritu Santo" (Lc 1, 41), Isabel es la primera en la larga serie de las
generaciones que llaman bienaventurada a María (cf. Lc 1, 48):
"Bienaventurada la que ha creído... " (Lc 1, 45): María es
"bendita entre todas las mujeres" porque ha creído en el cumplimiento
de la palabra del Señor. Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para
todas las "naciones de la tierra" (Gn 12, 3). Por su fe, María vino a
ser la madre de los creyentes, gracias a la cual todas las naciones de la
tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: Jesús, el fruto
bendito de su vientre.
"Santa María,
Madre de Dios, ruega por nosotros... " Con Isabel, nos maravillamos y
decimos: "¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lc 1,
43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra;
podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora para
nosotros como oró para sí misma: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc
1, 38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de
Dios: "Hágase tu voluntad".
"Ruega por
nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte". Pidiendo a
María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la
"Madre de la Misericordia", a la Virgen Santísima. Nos ponemos en sus
manos "ahora", en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se
ensancha para entregarle desde ahora, "la hora de nuestra muerte".
Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo y
que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra (cf. Jn 19, 27)
para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.
Catecismo de la
Iglesia Católica, Nº 2676-2677
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