La Virgen María nació
en Nazaret. Sus padres fueron según la tradición, San Joaquín y Santa Ana.
María era de familia sacerdotal, descendiente de Aarón; ya que Isabel, madre de
Juan y esposa del sacerdote Zacarías, era su prima (Lc 1,5; 1,36). María y José
eran de modestas condiciones económicas, pero ricos en santidad y virtud
cumplidores de la Ley como lo prueba el Evangelio según San Lucas (Lc.1,22-24).
Sabemos por la
revelación y el magisterio de la Iglesia, que en Ella, la gracia divina se
adelantó a la naturaleza viciada; que ningún hálito impuro la contaminó jamás;
que sola Ella, entre todas las hijas de Adán, por un milagro de preservación
redentora, fue preservada del universal contagio del pecado original; que Dios
pareció haber agotado los tesoros inmensos de su omnipotencia, para embellecer
y santificar su alma; y que la fidelidad perfecta de la Virgen, correspondiendo
con exacta cooperación a los continuos llamamientos de la gracia, acumuló en sí
méritos sobrenaturales sobre toda otra humana medida e hizo de Ella la más
bella, la más sublime y santa entre todas las puras criaturas salidas de las
manos del Creador.
Fisonomía Exterior de
María
El gran Padre y
Doctor de la Iglesia, San Ambrosio, dice a este respecto:
"Era la Virgen
María de alma prudente y corazón blando y humilde, grave y parca en el hablar,
aficionada a lecturas santas, modesta en sus palabras, muy atenta a lo que
hacía, y buscando en todo siempre agradar a Dios y no a los hombres.
A nadie molestó
jamás, a todos quiso bien, y tuvo particular respeto y reverencia a los
mayores.
Nada duro o
provocativo había en sus ojos o en su mirar; nada de atrevido o inconsiderado
en sus palabras; y en sus acciones, nada que no fuese de todo punto digno y
decoroso.
Sus gestos y su
andar, nada tenían de ligero, suelto o petulante, antes bien, procedía con todo
orden y compostura, de suerte que, la modestia y continente exterior de su
persona eran como un bello reflejo de su alma, y podía servir como acabado
ejemplar de toda probidad.
Era Ella la mejor
guarda de sí misma, y tan apacible en su andar, en sus palabras y ademanes, que
con sus pasos y movimientos, más que avanzar en el camino parecía adelantar en
la virtud. Cuando hacía esta Virgen modestísima, podía tomarse como regla de
buen proceder y de virtud.
Vida en Nazaret
Estando aún la Sagrada
Familia en Belén, una noche un ángel del Señor ordenó a San José tomara a Jesús
y con la Santa Madre huyeran a Egipto porque Herodes buscaba al Niño para darle
muerte. ¡Qué afán! Mas qué obediencia y prontitud en emprender aquella huída.
Años después por aviso Angélico volvieron a Nazaret.
Siendo el Niño de
doce años, fue llevado por sus padres al templo de Jerusalén en cumplimiento de
prescripciones santas de asistir a los sacrificios y oír explicar la Sagrada
Escritura; mas por la imprevista quedada del Niño Jesús en el templo, que ellos
juzgaron que se les había perdido. ¡Cuánto sufrimiento hasta encontrarlo!
Estaba en medio de los doctores, oyéndolos y enseñándoles...
En Nazaret continuó
la Sagrada Familia la oscura y humilde vida: allí crecía el Niño en edad,
santidad y ciencia a vista de todos; allí aumentaba a diario la perfección de
María y tuvo la pena de ver morir a San José, a quién asistieron con Jesús en
su último instante de vida humana; de allí salió a los 30 años de edad, Jesús divino
Maestro, a emprender la vida en público, de enseñanzas, predicación, beneficios
y continuo sacrificarse hasta la muerte.
Últimos años de la Virgen
Los últimos años
vividos por María sobre la tierra, han permanecido envueltos en una neblina tan
espesa que casi no es posible entreverlos con la mirada, y mucho menos
penetrarlos. La Escritura calla y la tradición nos hace llegar solamente ecos
lejanos e inciertos. Indudablemente la Virgen, en aquellos años en que
permaneció en la tierra, debió exclamar continuamente, con mayor razón que San
Pablo, dirigiéndose a los primeros cristianos: "Mi vida es Cristo y la
muerte sería para mí una ganancia. Mas, ¿qué escoger? A la verdad, mucho mejor
sería para mí irme con Él; pero vuestra necesidad me manda quedar aquí...
Permaneceré con vosotros para provecho vuestro y gozo de vuestra fe"
(Filipenses, 1, 21-26).
¡Si la Iglesia, hija
de María era todavía niña, y como tal, aún tenía necesidad de todos aquellos
cuidados que sólo una madre puede procurar, de todas aquellas finas y delicadas
solicitudes que sólo un corazón de madre puede percibir! Y María, consagrada
enteramente al provecho de la Iglesia, prestó de continuo hacia Ella, cuerpo
místico de Cristo, todos aquellos cuidados y atenciones maternales que había
tenido para con su divino Hijo. A Ella, por consiguiente, como a la madre de
una familia, recurrían de continuo los Apóstoles y discípulos, todos los fieles
especialmente en las horas de duda, de dolor y de persecución. Ella aconsejaba
a todos, sostenía a todos. Junto a Ella, aquellos primeros fieles olvidaban las
penas del destierro y se sentían animados para recorrer con ardor el camino que
conducía a la patria.
Fin del Destierro
Todo nos induce a
creer que la vida terrena de María, así como tuvo su comienzo en la ciudad
santa, así también tuvo en ella su término. Ella pasó de la Jerusalén terrestre
a la Jerusalén Celestial. No se comprende bien, en efecto, cómo pudo morir la
Virgen. Para nosotros es fácil, demasiado fácil morir. Pero para María no sucede
lo mismo.
Después de consolar,
enseñar y amparar a los apóstoles y discípulos de Cristo, cuando fue tiempo de
salir de este mundo, abrasada en amor divino se durmió plácidamente.
No fue una sacudida
violenta que arrancó el alma de María; fue el impulso de la caridad lo que la
separó dulcemente del cuerpo enviándola al Paraíso envuelta en una onda de
deseo ardiente de su Amado.
Después de su muerte
la Santísima Virgen fue llevada a los cielos por los ángeles, donde coronada de
gloria y de poder y con trono sobre todos los coros angélicos y todos los
santos, permanece eternamente como Madre de Dios que es, y Señora y Madre
nuestra, ejerciendo su amabilísimo poder por los siglos de los siglos.
Anwar Tapias Lakatt
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